Pocas cosas presagian más la muerte de un género, un movimiento artístico o un momento cultural, que aquel momento en que sus artistas más emblemáticos avanzan hacia nuevas ideas. En este sentido, tal vez el nuevo Nosferatu de Robert Eggers sea el último clavo en el ataúd de ese tal “horror elevado”.
Como detallé más en mi crítica completa de la película, el remake del clásico de F.W. Murnau a manos del cineasta que catapultó este movimiento contemporáneo de películas de terror imbuidas de “ambición artística” a otro nivel con su La Bruja (2015) es… bueno, es una película bastante ridícula. ¡En el mejor sentido! Reconociendo un poco el origen de la historia como plagio mal disimulado de Drácula (si Murnau estuviera vivo hoy, habría publicado su historia primero como fanfic), la cinta parece movida por un deseo casi infantil de reproducir clichés del horror gótico y adaptarlos a su sensibilidad deliciosamente perturbada - y espectacularmente descarada.
El nuevo Nosferatu no tiene nada de “elevado”, al fin y al cabo. Aunque dibuja con impetuosidad su mundo de sombras melodramáticas y se topa valientemente con temas serios como el abuso y el conflicto de clases, la película de Eggers se deleita en las imágenes e ideas que ya viven en el marco de la película de horror. La primera aparición del rey de los vampiros, por ejemplo, bebe de la fuente surreal que caracterizaba mucho del terror a principios del siglo XX (hay una clara referencia a La Carroza Fantasma allí, por ejemplo), pero no se priva de trucos de cámara y de una mezcla de sonido escandalosa para esconder y revelar poco a poco a su criatura, en un juego tonto y escalofriante que lleva la marca de lo contemporáneo.
Esto sin contar que, cuando finalmente lo vemos en su totalidad, el Nosferatu de Bill Skarsgård está posado sobre el cuerpo de Nicholas Hoult, en un simulacro repugnante y cómico de un encuentro sexual tradicional. Entre estas y otras es que la película de Eggers se sitúa como parte inextricable de la tradición centenaria del horror, que acumuló significados imputados por miles de artistas en su historia, que transgredió los límites de la cortesía y lo aceptable tan frecuentemente que muchas de esas transgresiones se solidificaron en el mainstream - pero que, aún así, permanece “fuera” de lo que se considera digno o profundo por cualquier público que se tome en serio. En una palabra, lo trash.
Eggers renuncia al barniz de respeto cult, al fin y al cabo, para “jugar sucio” con gigantes como Murnau, que incluso fue demandado por la familia de Bram Stoker debido a las similitudes entre las dos historias, e insertándose definitivamente en una tradición que incluye desde James Whale (y su decididamente camp La Novia de Frankenstein) a John Carpenter (quien nunca huyó de la cursilería con su horror sintético ochentero), pasando por José Mojica Marins y Tony Scott (el Nosferatu de 2024 debe mucho a los vampiros sensuales de este director). Y él no es el único.
El año pasado, Ari Aster lanzó su tercer largometraje, Beau Tiene Miedo. Lejos de la aclamación casi instantánea de sus predecesores, Hereditary (2018) y Midsommar (2019), la película fue recibida con miradas de extrañeza, suscitó algunas charlas triviales en la comunidad cinéfila, y parece haberse convertido en una nota al pie en la hasta entonces corta carrera del cineasta - pero, a menos que retroceda de aquí en adelante, es posible que esta incansable comedia urbana protagonizada por Joaquin Phoenix sea una buena indicación de cómo Aster se moverá más allá de la jaula del “horror elevado”. Con buen humor, sátira contemporánea, psicologización y grotesquerie.
Como Nosferatu, Beau Tiene Miedo es una obra poco preocupada por su aceptabilidad, su movilidad en corredores de discusión erudita. Es como si Aster y Eggers finalmente hubieran oído el llamado de los monstruos de sus propias historias (“¿Te gustaría vivir deliciosamente?”), como si esas películas fueran sus “¡basta!” a las ideas de respetabilidad que ellos mismos, como jóvenes cineastas en busca de éxito y validación, definieron para sí - e, inadvertidamente, para toda una generación de artistas que los siguieron por ese camino.
No es casualidad, por supuesto, que este movimiento de ambos llegue en el momento en que otros artistas están pavimentando el camino de regreso al horror delirantemente creativo, deliciosamente transgresor, que está en la raíz más profunda del género. Michael Mohan con su Imaculada, Zoë Kravitz con su Parpadea Dos Veces, Tilman Singer con su Cuckoo, E.L. Katz con su Azrael, Ti West con su trilogía X, Marielle Heller con su Canina, Parker Finn con su franquicia Smile, Coralie Fargeat y su La Sustancia… fuera de Blumhouse y de A24 (que hace cada vez menos películas de terror, cabe decir), el horror va recuperando su apetito por lo vulgar.
Si estas películas, al igual que las de Eggers y Aster, señalan el camino a seguir para el género, parece que estamos entrando en una nueva era. Para los fans que llegaron aquí a través del prestigio del tal horror elevado, vale el mensaje: reciclaje y renovación siempre han sido parte del cine de terror, así que luchar contra ellas parece fútil. Y, después de todo… ¿tú también no quieres vivir deliciosamente?